Al amanecer, todavía adormilada, a Fabiola se le metió entre los ojos la imagen de aquel hombre al que tantas veces había visto tan de cerca, pero quien hacía ya tiempo que había desaparecido de su vida. El mero pensamiento de él le aguó los ojos desde antes de despertar. Se apresuró a enjugar disimuladamente las lágrimas que le corrían por las sienes sin poderlas contener, con los mínimos movimientos para no despertar a ese otro hombre, que sí estaba presente y parecía dormir aún.
En la penumbra de la habitación y con los ojos entrecerrados, él alcanzó a percibir su tristeza, y adivinó, acertadamente, la razón de la misma. Optó por bostezar en lugar de suspirar, mientras intentaba infructuosamente volver a dormirse. Se colocó boca abajo, su mano izquierda entre los cuerpos de ambos. Fingió no sentir la mirada de ella sobre su rostro, intentando descifrar si estaba o no despierto. Quería desesperadamente volver a dormir, fingir que no había notado lo que acababa de ocurrir.
Ella lo siguió mirando, sabiendo que él se sabía observado y que le incomodaba, dispuesta a seguirlo haciendo de todas maneras. Lo estudió como si lo viera por primera vez, haciendo caso omiso de las lágrimas que seguían fluyéndole por la cara. Le miró de lejos, luego de más cerca: la oreja, la patilla, la mandíbula, la ceja, el ojo y la mitad de la boca que no quedaban ocultos en la cama. El codo, el brazo, la muñeca, aquella mano enorme con uñas demasiado pequeñas que parecía tenderse hacia ella, sin tocarla, esperando algún gesto que evidenciara que ella estaba ahí, con él, y no perdida en un pasado que no habría de volver.
Todavía llorando, pero ya sin disimularlo, ella repasó con la yema de los dedos cada detalle de la mano de él, desde la muñeca hasta aquellas uñas pequeñitas que nunca dejaban de causarle gracia. El mero contacto le devolvió parcialmente la calma. Centró su atención en ello, dispuesta a no dejar un solo poro sin repasar, y sin darse cuenta dejó de llorar. Él, inmóvil sin esfuerzo, creía sonreír para sus adentros, sin saber que su sentimiento se reflejaba también en la curva de su boca.
Él movió los dedos a modo de saludo, expectante ante el siguiente movimiento de ella. Su mano, tersa y considerablemente más pequeña que la de él, le saludó el rostro, repasándole cuidadosamente la ceja y la curva de la nariz, el borde del cabello y esas ojeras que tanta ternura le causaban.
La tristeza de unos momentos antes dio paso a la felicidad incontenible de saberse querida por ese hombre, que, además de ser su compañía, había asumido la ingrata tarea de saberse en constante riesgo de ser eclipsado por una presencia que nunca se materializaría, pero constantemente se paseaba en los pensamientos de ella. A diferencia de él, que se había tragado su suspiro momentos antes, ella dio salida al suyo, cargado de palabras no dichas en voz alta pero que ambos comprendieron. Hecho lo cual, ambos encontraron la serenidad suficiente para volver a dormir, esta vez con los dedos entrelazados y una calma que hacía tiempo no sentían.