El lenguaje incluyente ha cumplido una función esencial: empoderar a las identidades que disienten de un esquema binario de género; dándoles espacio para autodenominarse y asociar a sus cuerpos formas completamente nuevas de conceptualización.
Pero, para mí, hay un problema con esta forma de narrarse y narrar a otras personas. Y no, no es la RAE. No, no le profeso un amor especial al español. Y, la verdad, he disfrutado un poco verle arder. Lo que pasa es que el lenguaje incluyente hace del género el pilar de la subjetividad. Yo no quiero que el género sea tan importante. De hecho, no quisiera que ningún rasgo asociado a mi subjetividad sea tan importante.
Si tú me racializas; o me acomodas en cierta clase socioeconómica; o te parece que un rasgo significativo de mi cuerpo es mi nariz o gordura; o tal vez sientes que es distintiva mi sexualidad, mi nacionalidad o mi falta de puntualidad -yo que sé- puedes hacer uso de estos distintivos para pensarme; pero no supongas que hay en aquellos rasgos suficiente potencia como para contener mi subjetividad en su totalidad. [Yo haré lo mismo por ti]
Llámame por mi nombre. Y si no lo sabes, pregunta. Mi nombre, ese que asumo, es tal vez el único espacio donde medianamente poseo agencia sobre mi identidad. Yo sé: no siempre sabes mi nombre; a veces necesitas decir: mi amiga, mi vecina, mi compañera, la que escribe. Haz lo tuyo. Cómo me representas en otros espacios es, francamente, responsabilidad tuya.
Y claro, si me lo pides, si es importante para ti que te represente como le amigue, le vecine, le compañere, lo haré. Es mi responsabilidad respetar tu autodenominación. Pero quiero llamarte por tu nombre. Me da lo mismo tu género, me da lo mismo tu sexualidad, tu nacionalidad, tu nariz. Tu subjetividad no está contenida por ninguno de esos rasgos. Dime cómo te llamas [tú a ti].
Entiendo que tu historia —esta narración que has construido para generar identidad— puede estar profundamente marcada por el género y por tu lucha para reclamar tu género. Pero siento que si le sigo dando peso al género, no hay espacio para que algún día no se tenga que luchar por estar en el mundo, habiendo roto con los esquemas binarios.
No le quiero dar más potencia al género. Ni a la sexualidad. Le quiero dar potencia a otras cosas. Detesto cuando me etiquetan como “cisgénero”, porque no quiero asociar mi identidad al género de forma tan permanente. Pero no quiero tampoco que me llamen transgénero, porque no quiero que todo lo que haga se asocie a un aspecto pequeñísimo, ínfimo, de mi subjetividad; una subjetividad que, por cierto, está en movimiento, que múltiples fuerzas políticas, ideológicas, simbólicas, quieren dominar. Y no me resisto completamente: quiero seguir en disputa.
Siempre quiero seguir en disputa. No soy territorio conquistado.
P.D. Para hablar de gente que no soy yo, me gusta usar el impersonal. Y me gusta decir “persona”, porque es el latín para “máscara” y eso es lo que veo: entidades enmascadaras, que tienen derecho a cambiar de apariencia, de asociarse con lo que quieran, cuando se les de la gana.
*Imagen destacada: Nicholas Lockyer