Como buen 20 de junio, fui a pasear con mis padres, con el pretexto de buscar gloriosas carpas japonesas para su nuevo estanque. Con este prospecto, nos aventuramos hacia Chinameca. Estamos hablando no solo del mejor lugar en Morelos para buscar peces, sino del sitio donde mataron a Zapata: hay que tener en cuenta que todo en esta tierra es traicionero.
Consecuentemente —y como era domingo— muchos negocios estaban cerrados; pero, después de indagar un largo rato, encontramos a una persona que nos podía llevar a un criadero de peces cercano; solo había que esperarlo a que terminara algo pendiente y se fue en su moto. Para matar tiempo, decidimos almorzar en el único restaurante que parecía abierto: una fonda marisquera entre una vulcanizadora y una tienda de herbicidas.
La fonda, en sí, se veía decente: sillas de coca cola, ilustraciones hechas a mano de pescados y reptiles; algunos motociclistas y un grupo de futbolistas borrachos. Nuestro guía estaba entre estos últimos. Nos acomodamos lo más espaciados que pudimos de los demás comensales, en un lugar del rincón, sobre terreno inestable, tratando de balancear la mesa y cambiando las sillas de sitio hasta que, más o menos, nos asentamos. En ese momento, arrancó el motor de un auto que arreglaban al lado y, para armonizar, la mesera nos aulló si acaso estábamos listos para ordenar.
Mi padre, que tiene buen olfato, solo pidió un refresco de manzana; mi madre, una prudente milanesa; yo, con el hambre, pedí lo que en ese momento me resonó como el orgullo y la joya más alta de la gastronomía local y la recomendación especial del chef: un caldo de mariscos, camarón y mojarra, coronado con iguana.
Quizá era porque estábamos en medio de una serie de criaderos de peces, pero la cantidad de moscas que empezaba a reunirse en torno a nosotros era material bíblico. Mi madre, casi en automático, empezó una oración:
Vosotras, las familiares,
inevitables golosas,
vosotras, moscas vulgares,
me evocáis todas las cosas.
Moscas de todas las horas,
de infancia y adolescencia,
de mi juventud dorada;
de esta segunda inocencia,
que da en no creer en nada.
Con una sorprendente velocidad, casi sospechosa, posicionaron sobre la mesa la milanesa; el refresco de manzana, y, finalmente, —con cierta parsimonia que no pasó desapercibida entre los clientes aledaños— un plato hondo; rebosante hasta el último milímetro; con un trozo de mojarra que sobresalía desde las agallas hasta las bruces, fácil 4 dedos sobre la superficie; en medio de un vaho marinero, insecticida y aceite quemado de motor.
Yo fui el primero en moverse, y —resistiendo el escepticismo legendario de mi padre que, prácticamente se escuchaba, riendo, ¿neta te vas a comer eso?— me adentré. Tal vez para probar mi valentía, no sé, enrollé gallardamente mi tortilla y estoqueé con un tenedor ese platillo. Mi técnica consistía en agitar dicha tortilla con una mano para distraer a las moscas y generar una pequeña ventana que permitía a la otra mano llevar la comida hasta mi boca. Mi madre, al verme, pidió para llevar.
Las sopas de Japón, según Roland Barthes, son como una composición; un té caliente, apenas teñido por minúsculos fragmentos de vegetales; pero, en este caldo, el azar jugaba un papel fundamental: ningún bocado era igual al anterior; y todo en este te rechazaba: el chile quemado, la temperatura, las espinas de pescado. Todo en este caldo era traicionero, como la región.
¿Qué misterios se escondían en las entrañas de esta criatura? Me dispuse a devorar aquello, primero con cautela, luego con las francas garras, separando lo no comestible y poniéndolo en mi plato auxiliar: una suerte de fosa común improvisada que generaba un ambiente de festejo para las moscas.
Inmerso en mi travesía —en busca de los tesoros ocultos bajo las capas de grasa y aceite y los secretos milenarios entre las espinas, velados por los ojos de pescado y los vegetales anónimos— rodeado, a tal punto, de la lírica de las moscas [moscas-vulgares-yo-sé-que-os-habéis-posado-sobre-el-juguete encantado-sobre-la carta-de amor-sobre-los-párpados-yertos-de-los-muertos] —y enchilado hasta el corazón— que a mí ya se me estaba saliendo lo de poeta maldito. Y, en la cúspide de mi empresa, volteé a la derecha, solo para encontrar un perro chihuahua —ínfimo cancerbero, negro como chapopote— mirándome fijamente con una pata trasera levantada, mientras orinaba en el piso, entre la nube de moscas.
Me pareció que su técnica, a diferencia de la mía, era impecable: sin separar sus pequeños ojos lagañosos de los míos llorosos, sin perder el equilibrio; pero rápidamente terminó y se fue trotando y noté que su pata estaba, de hecho, sostenida hacia arriba de forma permanente, y, más que una pata, era prácticamente una garrita deforme brotando de su costado. Por su arrogancia, me dio la impresión de que este animal sí logró escapar del aceite hirviendo de la cocinera —no como los demás animales en mi plato— y me lo presumía con su vals tripartita; mientras mi plato se derrapaba de un extremo al otro de la mesa y yo malabareaba los sagrados alimentos sobre mi silla de tres patas, —casi— como ese chihuahua.
El esqueleto descarnado que finalmente emergió en mi plato poseía, lo que presumí inseguro, el sabor de una tierna iguana. Pero solo puedo suponerlo, porque únicamente llegué al inicio de la segunda mitad del caldo: ¿Le puedo retirar su plato, joven? Haga lo que tenga que hacer, señora, yo ya hice mi lucha.
De regreso, el sonido de las carpas chapoteando en la cajuela me trajo recuerdos amargos.
*Imagen destacada: Francisco Goya/CC