I

Aún en nuestro tiempo, los grandes mitos sobre la esencia humana están fundados en la contraposición entre el hombre —porque el sujeto de la filosofía Occidental es masculino— y una entidad abstracta que llamamos naturaleza

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«El caminante sobre el mar de nubes» de Caspar David Friedrich.

Todo lo que no es artificial es natural. Y todo lo que hace el humano es artificial o artificioso, excepto, tal vez, ciertas actitudes de su cuerpo que remiten a su lado más “animal”. Así, la “naturaleza humana” es una composición extrañísima que combina su propia condición artificiosa con el instinto o sentir-se-animal, y esa otra sustancia que llamamos espíritu [o identidad].

Claro que estos mitos, y las condiciones narrativas sobre las que han sido fundados, se están modificando todo el tiempo; pero la dicotomía hombre-naturaleza sigue articulando la noción de humano más generalizada. Pensemos en esto: hasta hace muy —muy, muy— poco dejamos de utilizar “hombre” como sinónimo de humano. Ahora seguramente nos parece reprochable cuando alguien lo hace, pero esta actitud es ridículamente nueva. 

Por otro lado, es muy difícil no usar “naturaleza” con naturalidad al hablar de una buena cantidad de asuntos que, francamente, son muy distintos entre sí. Calificamos de natural a las cosas “en su estado más puro y original”. Y es natural lo que no hizo el hombre-humano; sin embargo, el hombre-humano también tiene su naturaleza: su origen, su estado real, su género, su linaje; por su parte, los ecosistemas dominados por lo vegetal y lo animal son “la naturaleza”; el “medio ambiente” es “la naturaleza”; todo lo orgánico que no es humano es “la naturaleza”.

En pocas palabras: la naturaleza no es el hombre; pero el hombre tiene su naturaleza. Y la dicotomía no se detiene allí. Es tan esencial esta contraposición, que muchos de nuestros grandes mitos contemporáneos y nuestras grandes «certezas históricas» (como el cambio climático o la pandemia de coronavirus) continúan escribiéndose fundados en ella: el hombre lucha contra la naturaleza y triunfa; el hombre vive en equilibrio con ella; el hombre busca cómo religarse con la naturaleza; el hombre presume que él y la naturaleza son, en realidad, la misma cosa; “el hombre es más fuerte que la naturaleza” o, visceversa: la naturaleza “nos recuerda que está ahí” con “desastres”, para que hagamos conciencia de lo que le debemos; de lo que le hicimos.

Las narraciones que implican que el hombre-humano es superior a “la naturaleza” funcionan para un esquema colonialista, que busca atravesar los territorios físicos y conceptuales del mundo con su propio diseño.  Y, por su parte, los discursos que sostienen lo contrario —que la naturaleza es superior, que es nuestra madre, nuestro principio y fin— proponen algo muy sugerente: que tenemos una razón de ser y estar. Pero no es tan sencillo.

II

Yo imagino que, para dislocar estas narrativas, podríamos trazar un territorio nuevo, derivando de un escenario donde triunfan las plantas (tal vez el elemento más icónico de la “naturaleza); pero no de forma catastrófica o permanente, como sería un apocalipsis donde la maleza le gana a la ciudad; o como cuando, después del temblor del 19 de septiembre de 2017, la iglesia del centro de Tepoztlán se fragmentó y los habitantes se permitieron que, el año siguiente, una milpa se comiera el terreno. Aunque triste para algunos, sin duda, fue bastante satisfactorio ver cómo el maíz tapaba las entradas y la calabaza comenzaba a trepar por el atrio… 

Pensemos en la embriaguez, como escriben Deleuze y Guattari en Mil Mesetas:

«La embriaguez como irrupción triunfal de la planta en nosotros.»

La embriaguez es sublime, en ese sentido. 

En la embriaguez, la energía de la planta reclama el territorio del cuerpo y exhibe “su naturaleza”, su sentido, a través de nosotros. Esto me hace pensar en una leyenda sobre Quetzalcóatl. Extraigo fragmentos de un texto de Miguel Pastrana Flores, publicado aquí:

Todo parece ir bien en Tula hasta que tres personajes deciden poner fin a la fortuna de Quetzalcóatl y los toltecas: los dioses Huitzilopochtli, Tlacahuepan y Tezcatlipoca. […] Según los Anales de Cuauhtitlan,  se prepararon para engañar a Quetzalcóatl y “hacerle perder el tino y que ya no haga penitencia”, y Tezcatlipoca agregó: “Yo digo que vayamos a darle su cuerpo”; el propósito consiste en alejarlo de la vida espiritual del sacerdocio y llevarlo a los placeres de la vida mundana.

[…]

Tezcatlipoca se transforma en anciano para tener acceso al recluido Quetzalcóatl y ofrecerle pulque. Después de una pequeña discusión con quienes guardan a su desprevenido adversario, llega hasta su presencia; una vez ahí le ofrece el pulque como si fuera una medicina, ya que Quetzalcóatl está enfermo. 

[…]

Aunque al principio se niega a beber, el señor de Tula termina cediendo a la incitación del falso anciano y comienza por sólo probar un poco de la bebida. Enseguida, dice el texto náhuatl, se “movió su tonalli ”, y termina embriagándose, con un mal resultado pues “ya por eso llora, mucho se aflige, entonces por ello se le fue el corazón a Quetzalcóatl, ya no recuerda lo que antes conocía de su manera de vivir, lo que conoce de su forma de vida, bien le dio vueltas a su corazón el tlacatecólotl”.

[…]

Esto da por resultado que olvide “su forma de vida”, la cual es la vida ritual, de penitencia y abstinencia del sacerdote, faltando por ello a sus obligaciones rituales, gravísima transgresión que afecta a toda la sociedad. Por tanto, Tezcatlipoca ha logrado dañar a la sociedad tolteca en uno de sus ejes básicos, la comunicación con lo sagrado, pues en el pensamiento mesoamericano el bienestar social depende, en última instancia, del favor divino. 

Por su parte, los Anales de Cuauhtitlan refrendan esta noción de pérdida de la estabilidad anímica de Quetzalcóatl, pues en pleno estado de embriaguez mandó traer a Quetzalpétlatl, “estera preciosa”, mujer dedicada al culto divino y por ello con votos de abstinencia, con la cual tuvo relaciones sexuales. 

[…]

Los dos han olvidado sus grandes responsabilidades, como lo señala el texto de los Anales : “Después que se embriagaron […] Ya no bajaron a la acequia; ya no fueron a ponerse espinas; ya nada hicieron al alba. Cuando amaneció, mucho se entristecieron, se ablandó su corazón. Luego dijo Quetzalcóatl: ‘¡Desdichado de mí!’ ”.

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Topiltzin Quetzalcóatl duerme embriagado y se olvida de sus obligaciones rituales. Códice Florentino, lib. III, ff. 10v, 12r y 22r. Reprografías: Marco Antonio Pacheco / Raíces

En la embriaguez, triunfa la planta; se exhiben nuevas posibilidades del cuerpo del hombre-humano cuando su energía adquiere nuevos sentidos. En la embriaguez se desconectan ciertos medios de comunicación y se activan otros. Y esos otros ¿nos serán más propios? ¿Nuestra naturaleza es más parecida al flujo de la embriaguez? ¿O a las tensas figuras que articula nuestra civilidad? No puede ser tan sencillo.

III

Natural, dice la RAE, entre otras cosas: dicho de una persona, espontánea y no afectada. Es una joven natural y sencilla. “No afectada”: hay que pensarlo. La naturaleza remite siempre al origen. Por ejemplo: asumimos que el estado “original” o «no afectado» de la Tierra se parece más al de la vegetación y los animales dominando el territorio, que a nosotros dominando el territorio; se parece más a la planta que al concreto. Pero no puede ser tan sencillo.

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Antigua pulquería en la Ciudad de México.

Cuando la planta irrumpe en nosotros y nuestro cuerpo sirve a su sentido y no viceversa; cuando la planta embriaga; o cuando la planta es medicina; cuando su efecto estético (la manera en que “afecta” nuestro cuerpo) es superior al efecto que provocamos en ella; los mitos sobre nuestra propia naturaleza se disuelven en la náusea; en el placer; en la alucinación o la revelación de otros mundos posibles; en el pánico; en el descuido. Pero somos nosotros quienes hemos acudido a la planta. Y son nuestros cuerpos los que olvidan sus responsabilidades. 

IV

 

«Los hilos de la marioneta, en tanto que rizoma o multiplicidad, no remiten a la supuesta voluntad del artista o del titiritero, sino a la multiplicidad de las fibras nerviosas que forman a su vez otra marioneta según otras dimensiones conectadas con las primeras.» 

Deleuze y Guattari, en alguna de las mesetas.

Sea la naturaleza el títere o titiritero, habría que considerar que su movimiento siempre es una reacción a la acción de alguna otra fuerza que la afecta, que la embriaga. Lo mismo vale para el hombre que pretende dominar a la naturaleza, construyendo una presa porque necesita agua; talando un bosque porque necesita madera. 

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Antigua pulquería en la Ciudad de México.

Para dislocar nuestra dicotomía podemos empezar por este punto: no hay cosa no afectada. Tal vez esa sea la naturaleza de nuestro mundo: los cuerpos que lo pueblan se afectan irremediablemente entre sí. 

Y, en cuanto al “medio ambiente”, para ya no llamarle naturaleza (porque si el universo es infinito no hay estado original de esta Tierra) podríamos comenzar a utilizar la palabra ecosistema. Eco (del griego “oikos” o casa) y sistema (las normas, los procedimientos). No hablemos más de “naturaleza”; no hablemos de la contraposición. Propongo que se hable de los “procedimientos de la casa”; esa que habitamos, implicando que hay muchas otras fuerzas co-habitando y que siempre nos estamos relacionando con ellas. 

Una advertencia: cada fuerza “identificada” podría ser plenamente engañosa. No olvidemos el asunto de las marionetas. Entonces, habría que ir recopilando la evidencia de lo que uno es mientras lo otro se va presentando frente a sí… Y esto, aunque suene como tal, no es una conclusión que derive de la embriaguez. O tal vez sí.

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