La Coca Cola es a Estados Unidos como el perfume a Francia.

SPOILER ALERT

El presente es extraño. Se muestra un evento que nos arroja a un territorio desconocido; que enrarece “lo cotidiano”; puede ser algo terrible o insolentemente sutil. Algo que suspende nuestras expectativas. Por su parte, la cotidianidad no es propiamente el presente, sino una reiteración del pasado: lo familiar, lo parecido. Así, la narrativa que llamamos coloquialmente “el presente” es, en realidad, un resumen de las condiciones de estar en el mundo que todavía sentimos cercanas. 

Todos experimentamos esta condición, pero hay un personaje que la encarna; y su historia puede ser una pista para reconciliarnos con el verdadero presente. 

Mad Men (2007) es una serie de televisión que explora cómo el pasado informa las condiciones activas del mundo contemporáneo. La trama se desarrolla en torno a la construcción de estereotipos nacidos en el pasado que hoy perduran y eventos cruciales ocurridos en Estados Unidos entre las décadas de 1950 y 1970: la guerra fría, la carrera espacial, la guerra de Vietnam, el asesinato de figuras como Martin Luther King o J.F. Kennedy, el movimiento hippie, entre otros. 

Sin embargo, la serie no concentra su atención en estas historias; sino que se enfoca en cómo las experimentan diversos personajes. Mad Men es en gran medida narrada desde la perspectiva de Don Draper; un publicista en esta Nueva York de la boyante post guerra; cuando Estados Unidos afianza su posicionamiento como el líder político, cultural e ideológico del mundo. 

En este particular período histórico, Don está viviendo (y diseñando) el boom de la industria mediática, la mercadotecnia y la cultura de consumo. Y sin saberlo, su profesión e identidad personal conforman una parábola de las condiciones de existencia de Estados Unidos en ese momento: ambos —país y personaje— se venden como los ganadores de una guerra; esgrimiendo una superficial estabilidad, que, frente al resto del mundo les permite consolidarse como dueños de la posibilidad máxima: definir la narrativa. 

Cuando comienza la historia, algunas regiones de Estados Unidos continúan transitando lentamente de una violenta vida centrada en lo rural, lo religioso y lo racial, hacia la modernidad cosmopolita; que “supera” a las antiguas potencias europeas por sus cualidades tecnócratas —más no necesariamente por las culturales o filosóficas.  

Paralelamente, un hombre llamado Dick Whitman —de orígenes rurales, muy pobre, huérfano, hijo de una joven prostituta que murió en el parto, criado en un prostíbulo por su madrastra y su padrote— sufre un incidente que le sirve como pretexto para cambiar de vida y de nombre. Buscando huir del escaparate que llama casa y de sus frustrantes condiciones, Dick se enlista en la guerra contra Corea (1950-1953) y durante un suceso nada heróico, es confundido con su superior: Don Draper. 

El joven Dick decide robar la identidad de Draper, convirtiéndose así en el personaje destinado a ser un guapo y exitoso publicista tan solo unos años más adelante. La historia que él mismo se va forjando es completamente nueva, un auténtico artificio: Dick ostenta el nombre y rango militar del Don Draper original, pero no mucho más, pues se trataba de un tipo con una vida nada especial; un “ordinary Joe”, con un trabajo normal, poco dinero y una esposa convencional.

En este sentido, ser publicista —aunque para la trama es ciertamente conveniente— a este Don Draper le es propio y natural. La narración, como artefacto, es lo suyo y para ser un excelente publicista solo debe hacer por los productos que vende lo mismo que hizo por su propia identidad. 

Así, la serie gira alrededor de esta “mentira” y los conflictos que devienen de ella: el personaje lucha contra la evidencia de que no es quien dice ser; sintiéndose constantemente extrañado por un presente que no deja de desarticular las narraciones que ha inventado sobre sí mismo.

“La publicidad está basada en una sola cosa: la felicidad”

Mientras Don descifra la fórmula para seducir a cualquier persona y convencerla de adquirir los diferentes productos que, episodio tras episodio, sirven de MacGuffin, también va destilando estrategias para seguir escalando socialmente. Muy pronto entiende que entre las manos tiene el poder, no solo de convencer a las masas de comprar esta marca de cigarros y no otra o de vestir este abrigo de piel y no aquel; sino de diseñar a través de la publicidad a sus consumidores: convencer a las mujeres de que el amor es esta mirada y este color de labios; a los hombres de que la satisfacción es el olor de un automóvil nuevo. 

De esta manera, aunque la serie nos permite ver algunas claves de la historia de la publicidad, lo interesante es cómo los anuncios (algunos basados en rumores que trascienden la ficción y otros no) son una extrapolación de las vidas de los publicistas, de tal manera que es posible concluir que sólo un puñado de personas inventaron las identidades aún vigentes, más de 50 años después. 

Por el contrario, Don Draper se está inventando a sí mismo. Aunque hay rasgos que claramente retoma de sus “modelos” más cercanos. La masculinidad que lo fundamenta es, probablemente, el más notorio. Don Draper —antes Dick Whithman— creció en un sitio donde se puede “comprar la felicidad”, por lo menos en su forma de “belleza”: los hombres adquieren, las mujeres sirven; los papeles son muy claros y las historias transitan los cuartos y los pasillos con inagotable naturalidad: las historias que le contaba su papá de un mundo traicionero; las historias que les cuentan los caballeros a las damas para engatusarlas; las que se cuentan las prostitutas entre sí. Don crece rodeado de estas historias; reconoce que a la gente a su alrededor le encanta que le cuenten cómo son las cosas, llenando su realidad con mágicas ilusiones, un entramado que entraña una realidad alterna; o simples y breves escapes.  

Por esta razón, su posición más propia, es la de un “conman”, un estafador que modela las palabras y esto lo orilla, desde el inicio, a darle sentido a su propia vida: conoce el negocio de la felicidad desde adentro. 

Convenientemente, una vez construido como hombre, puede gozar de privilegios a la medida. Don no tiene que justificar o explicar sus acciones; mucho menos rendir cuentas sobre su pasado. Lo que las personas necesitan saber sobre él es que es humilde y trabajador; pues no es un tipo pomposo, como sus colegas descendientes de los Padres Peregrinos o los que son plenamente ingleses. 

Afortunadamente para él, habita una época donde las posiciones son muy claras y difíciles de transgredir; donde los objetos y personas tienen —aún— una sola cara y esta representa exactamente lo que son por dentro: las mujeres que no se portan como tal, están locas; y los hombres que fracasan son criminales o vagabundos. 

Pero Don sabe que nada de esto es así. No hay mentira y no hay sistema. No hay verdad. Y no hay “presente”: sólo hay narraciones que tejen un punto medio entre las personas, una medianía, que acaba por ocupar el espacio; calles y edificios; objetos que se compran y se venden. Pequeños momentos de satisfacción que inundan la memoria; dando la sensación de que el tiempo pasa y, que, efectivamente, nosotros podemos experimentarlo. Irónicamente, Don es el único que “realmente es él mismo”; el único que no está inmerso en el letargo de la cotidianidad.

Con sus palabras, produce la posibilidad de llenar una carencia; puede satisfacer el deseo de conocer algo que no conoces; ser alguien que no eres; sentir algo que no vas a volver a sentir; estar con alguien con quien no puedes estar. Pero él no experimenta felicidad porque habita en su realización y esto lo devuelve a sí mismo; lo arroja al filo de su propia existencia. Él es la cara de ese mundo nuevo y lo sabe. Y de esa experiencia no parece querer extraer nada; ni ventaja o dinero. Aunque es un estafador, en realidad no está robándose nada; solo está tratando a toda costa de vivir, pero cae, cada vez, en la cuenta de que no puede más que repasar sus narraciones. 

Don se encuentra solo; a la vanguardia; pensando siempre cómo va a entregar esa historia que, al final, asegura cómo va a ser el futuro de los demás; mas no su propio futuro. Y absolutamente desencantado de los compromisos; carente de garantías; todo le recuerda a su pasado. Lo cotidiano son solo trucos. Y esta experiencia lo angustia. No cree en los hombres o las mujeres. No cree en el progreso. Si él es el modelo; el mundo está condenado. Pero, aunque su presente no lo representa; siente todo. Vive extrañado, en un mundo donde los héroes no son tal y donde su nación es un “punchline” acertado, pero escrito con sangre.

Mientras tanto, quienes lo rodean habitan sus ilusiones. Solo mientras avanzan “los tiempos”, algunos se permiten ciertas rupturas y cuestionamientos. Pero, en general, los accidentes que arrojan a otros personajes al más crudo presente, terminan por disolverse en las más agraciadas frivolidades o en explicaciones moralmente adecuadas. Así, nadie parece vivir las cosas; nadie sabe qué hacer; nadie puede afirmar que está aprovechando el tiempo. Pero no importa. No es su responsabilidad definir. El publicista lo hace por ellos.

Coca Cola: it’s the real thing

La vida de cada uno es una constante interpretación. Una constatación de lo que ya sabemos. El extrañamiento que nos provoca encontrarnos en un evento que no podemos explicar, que no cuadra con lo que esperamos, descompone nuestras narraciones; y durante esa breve suspensión, se muestran nuestros artilugios como tales y sólo los ecos de una “memoria viva” nos devuelven el orden: la deliciosa nostalgia. 

Si los edificios son la cúspide de las narraciones, erigiéndose eufóricamente sobre el suelo, los escritores del mundo habitan los pisos más altos y los que se rinden quedan perpetuamente suspendidos o se dejan caer. Todo mundo le tiene miedo a la calle, a quedarse sin trabajo, sin pareja, a no tener un nombre, ni medios para subir de clase; todos luchamos por construir algo que se escape de la nada; pero, aunque somos “libres” no todos podemos escribir nuestra propia historia. Tal vez no tenemos los medios. Probablemente, no tenemos tiempo. Tenemos que existir. Perpetuar lo cotidiano.

Y esta labor es cansada. Todos necesitamos refrescarnos. No importa de qué color sea tu piel, ni tu género, ni tu posición: queremos sentir algo real. Necesitamos una pequeña muestra de garantías, algo que esté siempre cerca; que nos recuerde un momento cuando todo era más fácil y dulce. Un instante para olvidarse de la nada. De la incertidumbre. Y la angustia. Y uno mismo. Cerrar los ojos y fundirse en el presente. La felicidad sabe a Coca Cola. It’s the real thing.