Lo que Sara heredó de su abuela fue la tortuga. No los libros, ni los aretes caros. Tampoco efectivo, que bien sabía la abuela que siempre le hacía falta. La tortuga. Venderla le representaría pocos beneficios y no sabía a quién podría regalársela. Así que hizo lo que la abuela quería en primer lugar: se la quedó.

Sara nunca se consideró amante de los animales, menos si estos no podían acariciarse o carecían de expresión facial —o prácticamente de faz, en este caso. Pero tuvo que admitir que al menos no ocupaba espacio, ni emitía olores, ni costaba mucho dinero. Ni siquiera tuvo que comprar una pecera, sino que solo la trasladó desde la vieja casa, ahora en venta, a su departamento. Despejó la superficie del mueble en el que dejaba las llaves al entrar, e instaló el hogar de la tortuga. Eso sí, se negó a ponerle nombre, para sentir que seguía rebelándose contra lo que la abuela le pedía que hiciera.

Durante algunas semanas prácticamente se olvidó de ella; ocasionalmente le echaba un poco de comida, y buscó en internet información sobre cómo mantener limpia el agua. Pero en términos generales, no hizo ningún cambio en su rutina. La tortuga pasó a ser la menos relevante de las cosas de las que debía ocuparse.

Sin embargo, después de un par de meses, la tortuga se veía francamente desmejorada; tanto, que hasta Sara se dio cuenta. No habría podido decir cómo lo notó —la tortuga seguía verde— pero tuvo que admitir que algo estaba haciendo muy mal si el único ser vivo a su cuidado tenía aquel triste aspecto. 

¿Pero qué cambiar? La vida de la tortuga no era muy diferente con ella que con la abuela… excepto en el importante hecho de que la abuela estaba siempre en casa y pasaba frente a la pecera, hacía cambios alrededor y alternaba su atención entre la televisión y ella tres veces al día, en cada comida. Sara, en cambio, dormía casi todas las horas que pasaba en el departamento, jamás comía ahí y ni siquiera tenía televisión. ¿Cómo resolverlo?

Y entonces pensó en el restaurante que estaba un par de cuadras más adelante sobre su calle, donde los encargados se esmeraban en poner bebederos para los colibríes, casitas para los pájaros y donde había lo que ella llamaba un chapoteadero para tortugas, que albergaba a quince o veinte. ¿Y si la llevo?, pensó. 

Y la llevó. Diariamente la dejaba ahí en la mañana, camino al metro. Y la recogía a eso de las seis o siete, cuando el restaurante estaba por cerrar y ella se dirigía de regreso a su casa. Los primeros días se le olvidó recogerla, claro, y la tortuga pasó tres días en el chapoteadero. “La mandó de campamento”, la vacilaron los meseros el día que finalmente la recogió. 

De nueva cuenta, sin saber cómo lo sabía, pero sabiéndolo, Sara notó una mejoría en la tortuga, y se alegró de no estar arruinando su herencia, como ya habían hecho algunos de sus tíos y primos en esos pocos meses transcurridos desde el fallecimiento de la abuela. Al final del día, se dijo Sara, todos necesitamos amigos.

«Lazos» de Regina Garduño Niño es una antología de cuentos inspirados en la vida cotidiana y las extraordinarias cosas que allí florecen. Sigue la publicación de las sutiles y encantadoras historias que conforman «Lazos» en El Blog de Evidencia Estudio.