Sonia tenía una relación de amor y odio con su vida en la ciudad, su hogar durante los últimos diez años. Por una parte, le encantaba lo que hacía, sus compañeros de trabajo eran más sus amigos que sus colegas, y su sueldo y prestaciones le permitían tomar unas buenas vacaciones con una frecuencia decente. Por otro lado, tenía el inconveniente de que le implicaba tener que transportarse enormes distancias. Después de varios experimentos, había concluido que el mejor arreglo para su salud física y emocional era trasladarse en metro. 

Por lo anterior se encontraba cavilando sobre todos los temas posibles en la estación Tlatelolco a las infames dieciocho horas. El frío del exterior era imposible de imaginar en la calidez —y próximo punto de ebullición— que se vivía al interior del vagón. Detenida del tubo apenas con las yemas de los dedos, pensó en ella misma unos años atrás. Temerosa hasta de su sombra, jamás se hubiera atrevido a tomar un trabajo tan lejos de su casa. Pero esa Sonia era una versión menos de avanzada que la actual; y, honestamente, prefería la actual. En Hidalgo intentó ubicar qué joya histórica estaría por encima de su cabeza en ese momento. ¿San Hipólito? No, debía estar más por el lado de la Alameda. Quién sabe. Ni podía saberlo, ni era importante. De repente le dieron ganas de ir a un concierto en Bellas Artes. Quizás la siguiente quincena.

Cerró los ojos y sin darse cuenta se quedó dormida lo que debieron ser varios minutos, porque pasó Juárez sin notarlo. La despertaron los empujones de las incontables mujeres que buscaban un espacio donde no lo había y se dejó manipular por la marea humana de Balderas, eso sí, apretando sus yemas al tubo. Recordó aquella tarde lluviosa de julio, cuando conoció en Miguel Ángel de Quevedo a esas pobres chicas francesas, que no podían creer que hubiera tanta gente intentando entrar al metro a la vez. 

Ese de verdad fue el día que más lleno había visto el metro en su vida. Las turistas le preguntaron por qué avanzaba tan lento, y ella contestó que por la lluvia. Volvieron a preguntarle por qué y de pronto se dio cuenta de que no sabía explicar por qué cuando llovía el metro circulaba más despacio bajo tierra. Pero así era.

Una vez que escuchó el pitido que advertía que las puertas están próximas a cerrarse, cabeceó de nuevo hasta Hospital General (en la parada de Niños Héroes no se enteró de nada). En Centro Médico recordó ese feliz día en que su hermana, su tío y ella habían usado la línea café para ir juntos a un concierto en el Palacio de los Deportes. Qué bien la pasaron esa vez. Por experiencias como esa valía la pena vivir en esta ciudad.

Al llegar a Etiopía cayó en la cuenta de que jamás se había bajado en esa estación, a pesar de estar ya relativamente cerca de su casa. En Eugenia cerró los ojos y no volvió a abrirlos hasta División del Norte. Ahí el tren se detuvo con las puertas abiertas durante más tiempo que en las estaciones anteriores. No era raro que aquello sucediera de vez en cuando, por lo que los pasajeros esperaron con paciencia y Sonia continuó con su introspección.

Fue entonces que sintió el sismo. Abrió los ojos espantada, y cruzó miradas con otros tantos ojos espantados. El movimiento se acentuó y ya no quedó espacio para la duda: cinco meses después, la pesadilla se repetía. Mientras esperaba en el andén junto con los demás y aceptaba el brazo del hombre que, amabilísimo, se dio cuenta de su apuro antes que ella misma, pensó resuelta: 

“Me regreso a Querétaro”. 

«Lazos» de Regina Garduño Niño es una antología de cuentos inspirados en la vida cotidiana y las extraordinarias cosas que allí florecen. Sigue la publicación de las sutiles y encantadoras historias que conforman «Lazos» en El Blog de Evidencia Estudio.