Micaela admiraba, con la candidez de las primeras impresiones, la voluntad de vivir de aquel hombre. Le inspiraba un nivel de respeto que casi nadie más le despertaba. Se topaba con él en alguna calle de su colonia un par de veces al mes: ella, yendo o viniendo del colegio, en la mañana o a media tarde; él, impecable y digno, yendo o viniendo de algún destino indefinido, inmutable en su silla de ruedas motorizada. Micaela se preguntaba si viviría con alguien y dónde. Casualmente averiguó esto último un martes cualquiera, al verlo entrar en una puerta por la que había pasado mil veces pero a la que nunca había prestado atención. También sabía que compraba la lotería en la papelería de la esquina, ya que habían coincidido ahí un viernes.

Nunca cruzaron palabra, pero ella le dedicaba una fervorosa mirada que a veces él devolvía con una de inteligencia o suspicacia. Su cara, siempre rasurada, era la de un hombre que pasaba los cincuenta. Su arreglo, de camisa y suéter sin importar los grados centígrados, daba la impresión de un hombre cuidadoso de su aspecto, ajeno al hecho de que necesitaba una silla de ruedas para trasladarse. Micaela imaginaba que su voz era grave y pausada, como la de un buen profesor.

A fuerza de verlo descubrió que, después de todo, aquel hombre de voluntad férrea tenía debilidades. Al menos supuso que la barba de días y los inusitados lentes que enmarcaban su rostro en su encuentro más reciente se debían a un mal momento anímico. Y como no tuvo nunca elementos que desmintieran su propia teoría, se quedó con esa idea. La siguiente ocasión que lo vio, su aspecto era imberbe como antes, pero los lentes seguían ahí, por lo que supuso que habían llegado para quedarse. En contraste, la silla era otra, sin motor, y por lo tanto sus traslados, más lentos. Después volvió a verlo en la de antes; supuso que el motor era nuevo, pues lo escuchó desde una distancia más lejana. 

De a pedazos fue haciéndose ideas de la diferencia entre sus problemas cotidianos y los de él, y se hizo la ilusión de que ya lo conocía un poquito. Y lo reafirmó al verlo circulando por debajo de la banqueta en tramos donde esta no era apta para su silla; y al verlo escribiendo un mensaje en su celular momentos después del sismo. Imaginó que estaba avisando a alguien que se encontraba bien, o averiguando si alguien se encontraba bien. Qué espantoso debe ser, pensó, sentir un sismo en una silla de ruedas; que no sea el miedo el que te paralice sino tu propio cuerpo.

A partir de todas las suposiciones que hizo sobre él, aprendió que la capacidad de levantarse no está en las piernas, sino en la mente. Y le sonrió con más ganas la siguiente vez que se encontraron, como agradeciéndole la lección.

«Lazos» de Regina Garduño Niño es una antología de cuentos inspirados en la vida cotidiana y las extraordinarias cosas que allí florecen. Sigue la publicación de las sutiles y encantadoras historias que conforman «Lazos» en El Blog de Evidencia Estudio.

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