No hay amistades más rápidas ni más sólidas que aquellas entre personas que aman los mismos libros.
Irving Stone
“Dicen que nunca hay que hacer enojar a un escritor”, soltó al aire Antonio, y advertí sin mirarlo que sopesaba mi reacción a sus palabras. Yo seguí con los ojos fijos en el monitor, fingiendo indiferencia, cuando en realidad él me había hecho, sin saberlo, un enorme halago y mi corazón lo agradecía latiendo un poco más rápido de lo normal.
La única manera de conocerse a uno mismo es conociendo a otras personas. Probablemente Antonio fue el primer amigo al que conocí lo suficiente como para experimentar este proceso de introspección. Nuestro primer trato fue a los doce, en el contexto escolar más tradicional que pueda el lector imaginarse. En un salón lleno de criaturillas salvajes de mi edad, yo me ocupaba más de observar que de interactuar. Fue él quien me convirtió en un elemento activo de aquel ecosistema.
Como sucede en cualquier contexto de naturaleza libre —tal como lo es un salón de clases atestado de preadolescentes—, el primer intercambio es casual, más azaroso que premeditado, y ocurre en un momento cualquiera del cual no queda registro alguno. Es por ello que me resulta imposible rastrear el inicio, nuestro inicio.
Lo que sí sé con certeza es que a instancias suyas contribuí a que, en un descuido de alguna de las maestras que desfilaron con más pena que gloria frente a nosotros aquel año, los compañeros colocaran con todo éxito un conjunto de bolas de papel en el techo del salón. También recuerdo una serie de confidencias que me hizo a la sombra de ejercicios de matemáticas, cuyo objeto era, por supuesto, la compañera que en el curso de unos cuantos meses pasó de ser su amor secreto, a su novia, a un nombre a olvidar.
Hubo también resultados tangibles de nuestras conversaciones furtivas en clase: me prestó el disco que contenía la canción del momento, además de transmitirme importantes conocimientos tecnológicos que me permitirían hacerme de toda la música que necesitaba para sobrevivir a los tormentosos años de adolescencia que se nos venían encima sin remedio.
Sin embargo, más importante aún que la música, fue el feliz descubrimiento de que a ambos nos gustaba leer. Me gustaría recordar mi emoción en ese momento, aunque puedo fácilmente imaginarla. Si le presté libros, no lo sé. Pero vaya que él me prestó libros a mí. Y eso añadió un grado de intimidad a nuestros intercambios que me tomó muchos años alcanzar con otra persona.
Y luego, tan azarosamente como comenzó, aquello que veníamos cultivando dejó de crecer de repente y se marchitó. Sin escándalos, sin corazones rotos, dejamos de dialogar, tanto en persona como en internet. Y una década después, sin mayores aspavientos, la maquinaria comenzó a andar otra vez; no exactamente donde se había detenido —muchas cosas cambiaron en nuestras vidas en el curso de esos diez años—, pero pronto halló un engrane adecuado sobre el cual marchar.
Ese engrane consiste, básicamente, en intercambios de impresiones sobre algún tema nacional con una frecuencia irregular; una mesa compartida en un café cualquiera un par de veces al mes, en la que colocamos nuestras respectivas computadoras y nos hacemos comentarios por encima de las mismas de rato en rato; en que nos recomendamos libros con un poco más de autoridad que a los doce años; en que él me diga que soy escritora, sin reparar siquiera en el significado inmenso que ello me representa, y que me haga sentir que de hecho lo soy; o que, con unas cuantas palabras, me haga creer que puedo ser cualquier otra cosa que me proponga.
«Lazos» de Regina Garduño Niño es una antología de cuentos inspirados en la vida cotidiana y las extraordinarias cosas que allí florecen. Sigue la publicación de las sutiles y encantadoras historias que conforman «Lazos» en El Blog de Evidencia Estudio.
*Imagen destacada: Isabella Bunnell