Siempre me ha gustado observar a la gente. En los cafés, en los restaurantes, en las conferencias. Mi punto favorito de observación, sin embargo, es el mismo desde hace tiempo: mi departamento, que fuera de mis padres, que fuera de mis abuelos, se ubica en un tercer piso; un nivel privilegiado para poder fijar la mirada en los demás sin escrúpulos. La altura es ideal para mirar fijamente sin ser mirado, ni visto siquiera. Y, si añadimos el detalle de que está exactamente en el cruce de dos calles, la vista es inmejorable.

A pesar de lo monótono del nivel de la calle, las personas no tienen la costumbre de voltear a las ventanas de los pisos superiores de los incontables edificios que pueblan nuestra ciudad. Es comprensible: los peatones deben monitorear dónde colocan sus pasos; los automovilistas deben cuidarse de arrollar a los peatones. Ni hablar de los ciclistas, que se juegan la vida con cada pedaleo. Todo eso lo sé porque llevo años mirando hacia abajo por la ventana de la sala. 

Desde mi perspectiva, los conductores pierden su calidad de individuos y pasan a ser identificados por el color y tamaño de su coche. En ocasiones distingo sus cabezas —si se trata de un descapotable— pero, por lo demás, su identidad se funde con la de su auto. A veces hay choques, todos ellos absurdos y que hubieran podido evitarse con tan solo hacer caso del semáforo. 

Pero las personas, por lo general, son poco conscientes de la fragilidad de sus vidas y optan por encontrar sigas rojos; sobre todo en la madrugada. Aún recuerdo esa mañana de sábado que terminamos preparando el desayuno para un par de desconocidas, todavía ebrias, mientras sus compañeros eran trasladados al hospital o al Ministerio Público. 

En cualquier caso, yo estaba acostumbrada a mirar sin ser mirada, a juzgar sin ser juzgada, a imaginar vidas sin que nadie fantaseara con la mía. Lo hacía a los seis y siete años, mientras las mujeres de mi vida —mi abuela, mi madre y mi hermana— sostenían una plática interminable que a la fecha no ha concluido las mejores conversaciones son aquellas cuyo principio se rastrea casi al propio nacimiento. 

Yo todavía no había conocido el encanto de esas lluvias de palabras, y me aburrían. Prefería mirar hacia afuera en lugar de reconocer mi nido. Me fascinaba la regularidad de la circulación, marcada por los semáforos, tergiversada de vez en cuando por algún infractor. 

Las tardes de lluvia eran las más entretenidas. Empatía aparte, era divertido mirar a la gente hacer ademán de evitar los charcos cuando el nivel del agua ya alcanzaba el borde de la banqueta, o cubrirse la cabeza con un periódico empapado. 

Las lluvias no cesaron y mi presencia en el departamento tampoco; primero en calidad de visita, después escalé al estatus de habitante. El caso es que seguí observando, quitada de la pena, a los vecinos, a los paseantes, a los transeúntes. 

Sin duda: fue un jueves el día que mis ojos se cruzaron con los de alguien más —debe haber sido jueves porque todo lo malo pasa en jueves. El muchacho me miró desde la contraesquina, entre desafiante e incrédulo. Yo lo estaba observando desde antes y me tomó por sorpresa que desviara la mirada hasta encontrar la mía. Me pareció que intentaba decirme algo, pero sus labios no se movían siquiera. Una sensación de urgencia me recorrió el cuerpo; no sé cómo, pero entendí que algo iba a pasar y que él intentaba advertírmelo. Pero yo no entendía qué quería decirme, ni por qué.

El resto ocurrió en lo que me pareció una milésima de segundo, pero la milésima de segundo más larga que se haya vivido. Un bulto oscuro pasó frente al vidrio, descendiendo a toda velocidad hacia el suelo. De inmediato entendí la emergencia. Me ha tomado toda una vida poder expresarla. 

Sigo viviendo en el departamento, pero nunca más he vuelto a mirar por esa ventana.

«Lazos» de Regina Garduño Niño es una antología de cuentos inspirados en la vida cotidiana y las extraordinarias cosas que allí florecen. Sigue la publicación de las sutiles y encantadoras historias que conforman «Lazos» en El Blog de Evidencia Estudio.

*Imagen destacada: Woman at a Window de Caspar David Friedrich