Vivir triste es como vivir enferma. Una se siente mal todo el tiempo. Excepto, a veces, cuando duerme.
Adriana recordó esto dos segundos después de despertar. El primer segundo le sirvió para cobrar conciencia de estar viva, como hacemos todos. El segundo fue para lamentarlo.
Ya me imagino a mi lector en este punto, pensando: ahora nos salió con una suicida. Nada más lejos de la verdad. Quienes la conocían, decían que Adriana estaba siempre llena de energía y propósitos, que tenía un gran sentido del humor y una sonrisa para todos. Y era verdad. Se levantaba temprano, hacía ejercicio, desayunaba cosas saludables y sonreía siempre al señor de las flores en su trayecto al trabajo. Hacía reír a su colega al menos una vez al día con sus ingeniosas impresiones sobre lo que ocurría en la oficina.
Imagino al lector, ahora, adelantándose a los acontecimientos y aventurando hipótesis médicas notables, como desdoblamiento de la personalidad. Pero no se trataba de eso. Ni de hipocresía siquiera. El asunto es que estar viva es complicado. Y una puede ser alegre e infeliz al mismo tiempo, sin que estas dos realidades choquen ni deban enfrentarse a muerte hasta que perviva solo una.
Adriana era consciente de esto y había, hasta cierto punto, aprendido a vivir así. En palabras de su abuela, había aceptado su cruz. Curioso que se lo dijera quien era la fuente misma de su sufrimiento. La cruz hablaba, pues.
También iba al médico, usaba faja, cocinaba bien y tosía en las noches. Pero nada de eso era lo que causaba el malestar perpetuo de Adriana. Lo que la enfermaba de su abuela era el veneno que desprendía. Siempre. Con todos. Nadie era inmune. En los días buenos solo hablaba de tarados; pero, en los malos, usaba palabras que todos podemos imaginar pero que debemos ser cuidadosos en escribir. Las palabras ofensivas despiden una cierta energía que es mejor no atraer.
Las palabras son como armas: hieren. Son como virus: infectan. No porque sean invisibles significa que no tienen un impacto. Y Adriana estaba enferma a razón de estar expuesta a los virus verbales que despedía su abuela.
Un día pasó algo inesperado. Las dos se cruzaron con alguien cuyo nivel de virulencia superaba con creces el de la abuela. Adriana, más que ofendida, estaba asombrada. Sintió algo parecido a la admiración al ver cómo ese alguien vulneraba a la abuela, la hacía palidecer de impotencia, la acallaba con palabras más voraces que las suyas.
A los ojos del mundo aquello fue una pelea verbal entre dos señoras chaparritas y ya entradas en años. A los ojos de la abuela, fue una derrota. A los ojos de Adriana, fue la muestra de que, al final del día, y en contra de todas las expectativas, la abuela tenía sentimientos. Y se descubrió a sí misma intentando consolarla.
«Lazos» de Regina Garduño Niño es una antología de cuentos inspirados en la vida cotidiana y las extraordinarias cosas que allí florecen. Sigue la publicación de las sutiles y encantadoras historias que conforman «Lazos» en El Blog de Evidencia Estudio.
*Imagen destacada: Justine Khamara