Él y yo nos sentamos en lo alto de la barda, las piernas colgando, hombro con hombro. Quién sabe de dónde saqué la convicción de decirle en ese momento todo lo que había pensado sobre nosotros durante los últimos meses. Aunque para mí el silencio era tenso, él parecía estar en su elemento mientras daba calada tras calada a su cigarro; su compañero constante de unos años para acá. Alejé ligeramente mi cuerpo del suyo. 

– ¿Quién diría, no? —empecé, el enojo acumulándose en mi tráquea—. Quién diría que ya no merezco ni el respeto de que contestes lo que te pregunto. 

– ¿Qué no te contesté, según tú? —me preguntó, con ese tono que había llegado a odiar, que mezclaba resentimiento y aires de madurez, que pretendía hacerme sentir como una tonta y que, por lo general, lo lograba. Pero no en esa ocasión.

En esa ocasión yo había aprendido finalmente que estar cerca de cada persona nos transporta a un lugar diferente de nuestro interior. Las personas buenas, a las que vale la pena tener cerca, nos conducen a rincones propios que no conocíamos, nos transforman en la mejor versión de nosotros mismos y nos enseñan a amarla. Nos hacen mejores. Yo había querido creer durante años que Mateo era una de esas personas, la mejor de todas, la que me hacía crecer más. Para ahondar en la ingenuidad, también llegué a creer que yo podía ser igualmente buena para él. 

Nada más lejos de la realidad: Mateo era malo para él mismo y malo para mí. La verdad me llegó una noche y me hizo llorar varias más. Mi afán de estar bien con el mundo me salvó del impulso suicida de quedarme con él a pesar de todo, y eventualmente me llevó a aquel momento en el que le contesté por primera vez lo que de verdad pensaba y no lo que él quería escuchar: 

– La carta, Mateo, la carta. No me contestaste la carta. No me dijiste ni una pinche palabra sobre la carta. 

Le quité el cigarro de entre los dedos y empecé a fumar. Del silencio subsecuente deduje su desconcierto absoluto ante mis palabras: no era propio de mí hacerle ningún reclamo. Tampoco era frecuente que fumara, y menos que me hiciera con su cigarro. Mi enojo ya estaba muy avanzado y no pensé siquiera en retractarme. Él se dio cuenta y optó por una de sus estrategias de disuasión favoritas: enojarse más que yo, para obligarme a cambiar de actitud. Él sabía que no soporto los enfrentamientos, que los evito a toda costa. Que me abren heridas que han sanado lentamente con los años, que son lugares mentales que prefiero no visitar. Así que se aprestó a armarme un numerito:

– Tú solo le escribes a la gente que te importa, y has dejado muy claro en los últimos meses que yo ya no te importo. Obviamente estás pensando en alguna carta que le escribiste a alguien más, a otro hombre seguramente…

Me reí con incredulidad ante sus palabras y le contesté sin pensar:

– No te proyectes, guapo. Si hay alguien infiel aquí eres tú. Es más —seguí—, de hecho me acabas de hacer un gran favor. No te hubieras molestado en mentirme, hubiera bastado con que dijeras que el silencio es una respuesta en sí misma. Finalmente fuiste tú el que me enseñó eso. 

Di una última calada al cigarro y la exhalé frente a sus ojos. Apagué la colilla y me bajé de la barda de un salto. Caminé sin ver atrás, acercándome con cada paso a la puerta de salida de ese lugar al que uno entra solo y del que solo uno puede rescatarse.

«Lazos» de Regina Garduño Niño es una antología de cuentos inspirados en la vida cotidiana y las extraordinarias cosas que allí florecen. Sigue la publicación de las 47 sutiles y encantadoras historias que conforman «Lazos» en El Blog de Evidencia Estudio.

*Imagen destacada:  Charles Wilkin