Ayer en la noche tuve un sueño diferente sobre nosotros, un sueño ubicado más lejos en el tiempo de los que normalmente tengo. Tendría lugar en doce años a partir de ahora, más o menos. Estábamos tú y yo viendo una película, tarde en la noche; medio dormidos, medio despiertos; medio sentados, medio acostados; en nuestra recámara de nuestra casa, con nuestros niños en el otro cuarto. Tú estabas de malas porque debías resolver un problema, tener una idea que no llegaba. Respondías de mal modo a mis intentos somnolientos por aliviar tu malestar.
No podías dormir, ni querías. Estabas obsesionado con la necesidad apremiante de solucionar un problema de tu trabajo. El caso es que yo apagaba la tele y me levantaba, y te decía: “Ven”. Tú refunfuñabas, porque en serio estabas muy de malas; pero a mí no me hacía mella porque te sabía al derecho y al revés, y sabía cómo hacer que volvieras a una mejor versión de ti. Yo insistía: “Ven”, mientras iba a otra habitación de la casa, una suerte de estudio u oficina donde había un pizarrón mediano que yo te había comprado. No era una sorpresa, llevaba ya tiempo ahí, pero yo sabía que yo lo había comprado para ti.
Empezaba a poner en el pizarrón los que, según yo, eran los puntos clave para resolver tu problema. Llegabas y te sentabas, todavía de malas. Yo verbalizaba: “Tienes este mercado que necesita un producto que nadie puede producir a bajo costo…” Ya sabía muchas cosas sobre tu trabajo, que había aprendido a base de escucharte. Pero, pronto, decía algo impreciso y tú te levantabas y decías “No, no, no. Sí se puede producir, pero…” y entonces yo te cedía el plumón y el paso, y me acurrucaba en la silla que acababas de desocupar, con la trenza medio deshecha y una bata —rosa, claro. Y te veía pensar, y escribir, y rayar, y hablar contigo mismo, en pantuflas, con la barba y el cabello revueltos. Y así pasábamos un buen rato.
De ahí pasé a la mañana siguiente: yo sirviéndoles cereal a nuestros hijos, que tenían su uniforme y edad como de primaria. Yo tenía mucho sueño, y la niña me preguntaba qué habíamos estado haciendo la noche anterior, porque la luz había estado encendida mucho rato y nos escuchó hablar. Le contestaba que habíamos estado resolviendo un problema de tu trabajo, y ella me preguntaba por qué me había desvelado yo también si el problema era tuyo. Le decía que me encantaba ver pensar a su papá, que lo hacía desde que lo conocía y me fascinaba ver cómo acomodaba las ideas, las mejoraba, las meditaba, para, después, empezar otra vez. Y entonces yo sabía que estábamos criando niños felices, niños seguros de la estabilidad de su casa y de su familia, que ya es más de lo que tuvimos nosotros.
Luego desperté y pensé en el sueño. Y pensé en las tres partes que componen a cada persona: el cuerpo, la mente y el corazón. Pensé que el amor del cuerpo confunde y dura poco. El bueno es el amor de la mente, y, sobre todo, el del corazón. No hay que amar el cuerpo del otro: hay que amar su mente y su corazón. Y tu mente hace cosas que la mía no, y mi corazón hace cosas que el tuyo no. Lo estás protegiendo, supongo. No te culpo. Amar en exceso es peligroso, provoca heridas muy difíciles de sanar. Creo que eso es lo que te ha pasado.
Pero decía de tu mente, y de mi corazón: mi corazón ama a tu mente y a tu corazón; los quiere tener cerca siempre, verlos crecer, aliviar sus sufrimientos y aplaudir sus triunfos. Y mi cuerpo ama a tu cuerpo, quiere tener tus hijos y ejecutar muchas fantasías.
«Lazos» de Regina Garduño Niño es una antología de cuentos inspirados en la vida cotidiana y las extraordinarias cosas que allí florecen. Sigue la publicación de las 47 sutiles y encantadoras historias que conforman «Lazos» en El Blog de Evidencia Estudio.
*Imagen destacada: Edvard Munch