A sus ocho años yo le era una desconocida, pero, para mí, él era una versión crecida del niño —casi bebé— que se me colgaba del cuello para mirar el paso de los coches desde la ventana, que reía a la menor provocación y que me manifestaba su amor dándome besos pegajosos de leche. No hay alegría más grande que saberse querido por un ser tan inocente. Busqué a esa criatura en el niño grande que se acercaba de la mano de mi hermano David, su papá, queriendo parecer preparado para el encuentro, claramente sin estarlo.
Hola, Gael, lo saludé, sabiendo que sin duda el momento era duro para él, queriendo estar a la altura de las circunstancias sin tener idea de cómo. ¿Qué le habrían dicho de mí? Hola, me contestó, con toda la tranquilidad de la que fue capaz.
Hay algunas recetas prácticamente infalibles cuando uno intenta acercarse a alguien que debiera serle cercano. Cuando hay que hablar de dos, comenzar por uno mismo, canta la famosísima colombiana. Esa es la primera receta: abrirse al otro. Circulando sobre Francisco Sosa, me volteé desde el asiento del copiloto para verlo de frente y le dije: esta es mi calle favorita en el mundo. Lo exagerado de mi afirmación lo hizo sonreír.
Comer algo juntos es la segunda receta. Le pregunté a David si durante su estancia en el país ya habían comprado uno de esos helados que fueron parte de mi infancia y de la juventud de todos mis hermanos. No. ¿No? Esto hay que resolverlo, dije, y entré al local y me acerqué al mostrador con el aire de quien tiene una misión que cumplir. Gael se acercó con precaución, no queriendo ilusionarse prematuramente con la perspectiva de probar uno de esos helados.
Tu tío Luis —comencé a contarle mientras caminábamos los tres hacia la fuente de los coyotes, helado en mano— se comía un litro de helado al día. Estos helados son muy importantes en la familia, Gael. ¿Quieres probar el mío? Dijo que no con la cabeza, pero queriendo decir que sí. He ahí la tercera receta: escuchar no solo las palabras sino los gestos. Un niño que dice que no quiere probar el helado está mintiendo; hay que hacerle saber que no es necesario que mienta.
En las horas siguientes a nuestro primer intercambio torpe de palabras, fuimos recomponiendo bloque por bloque aquel puente que habíamos construido unos años antes, aunque él no lo recordara. Unas horas después, al despedirnos quién sabe por cuánto tiempo, me dio uno de los abrazos más sinceros que nadie me ha dado nunca. El recuerdo de un abrazo que me hace tiritar, canta mi banda española favorita. O que me hace llorar de tan solo pensarlo. Llorar de añoranza de una relación superada geográfica —y emocionalmente— por la distancia.
«Lazos» de Regina Garduño Niño es una antología de cuentos inspirados en la vida cotidiana y las extraordinarias cosas que allí florecen. Sigue la publicación de las 47 sutiles y encantadoras historias que conforman «Lazos» en El Blog de Evidencia Estudio.
*Imagen destacada: Larissa Grace.