En una terrible ironía, las mismas prácticas que reproducen la sociedad burguesa también amenazan con socavarla.
Terry Eagleton, La estética como ideología

El tóxico romance entre Donald Trump y Twitter parece haber llegado a su fin. Por otro lado, la discusión sobre la incidencia de las redes sociales digitales en la configuración de la opinión pública y su papel en la definición de los límites entre libertad de expresión y censura, apenas comienza. 

Después de que Twitter decidiera bloquear permanentemente a uno de los 10 sujetos más influyentes de su plataforma, se reactivó la necesidad de definir quién es responsable de lo que sucede en las “benditas redes sociales”, quién debería regularlas; cómo deberían articularse sus términos y condiciones, y con respecto a qué marco legal. 

 

Incluso el presidente de México —AMLO, para los amigos; López, para los enemigos— expresó en su conferencia de prensa matutina del 8 de enero de 2021 su enorme preocupación de que las redes comenzaran a ensamblar una suerte de “gobierno global” o, peor, “un tribunal de censura, como en tiempos de la Inquisición”.

El presidente sostiene un punto interesante, pero se olvida —como muchos— de que estas plataformas son instituciones privadas que, aunque tengan una enorme incidencia en la configuración de lo público, tienen la capacidad legal de regular sus entrañas de acuerdo a una serie de “términos y condiciones” que los usuarios estamos aceptando. Esto no significa, necesariamente, que los defensores más íntegros de la libertad de expresión estén equivocados; pero tenemos que entender que lo más cercano a una legislación sobre el asunto —especialmente en nuestro país—  es precisamente este “contrato virtual” que el usuario firma.

Trump dice: haz tu propia red social

Hay diferentes formas de reaccionar y Trump, que nunca decepciona con sus grandes ideas, proyectos y ocurrencias, consecuentemente, trató de despotricar contra Twitter dentro de la misma plataforma, usando la cuenta oficial del President Of The United States (@POTUS) y sugirió que, probablemente, ponga en marcha su propia red social digital. 

No es propiamente una respuesta errada. Como una afronta a la monopolización de los servicios virtuales y buscando la posibilidad de articular agendas políticas subversivas, otras comunidades (como este colectivo indígena mexicano) han diseñado y puesto en acción sus propias redes de internet y hasta plataformas sociales de uso interno. Puesto que ha sido bloqueado de casi todos lados, parece que a Trump no le quedan muchas más opciones. Y tiene sentido que deje de patrocinar proyectos mediáticos con los que no está de acuerdo. 

Sería, probablemente, lo más ético: que la voz de este sujeto se encuentre solo con el oído de quien lo desea escuchar y que este espacio articulado por él tenga sus propios términos y condiciones a los que suscriben quienes con él buscan formar comunidad. Así funciona nuestro mundo, en resumidas cuentas. El problema verdadero problema, por otra lado, se activa en el momento en que una forma de estar —una comunidad, tal vez— trata de desarticular a otra para ganar más terreno, más recursos. Pero esta es otra historia. 

Ahora, es tiempo de desnaturalizar el contexto: ¿por qué será que a Trump le parece más natural articular su propia red social que, simplemente, apagar el teléfono y pasarse los mejores años de su vida jugando golf? Si lo pensamos, es lo mismo que preguntar: ¿por qué seguimos en Facebook después de lo que sucedió con Cambridge Analytica? ¿o con Amazon y Cultura Colectiva? En un terreno aún más íntimo: ¿por qué te torturas viendo las fotos de tu ex con su nueva pareja? ¿Por qué tuiteas aunque te lean los mismos de siempre? ¿Por qué sostienes argumentos anti-redes sociales en tus historias de Instagram? 

Una sola pregunta resume a todas estas (y las otras que te puedan venir, secretamente, a la cabeza):

¿por qué son tan absurdamente relevantes las redes sociales digitales?

Para el Estado en diversos países (como México y Estados Unidos) las redes sociales son importantísimas porque les permiten estar lo más cerca posible de quienes lo edifican, de quienes lo financian, lo permiten, lo articulan: nosotros, la «sociedad civil». El “tiempo real” de cada individuo nunca había sido tan accesible para los gobiernos, el tiempo de la intimidad, el tiempo que se desarrolla en el espacio más privado.

Pero, para entidades con menos agencia política (con menos poder), como uno —como yo, el ciudadano de a pie, que le dicen— ¿qué vuelve indisociables a estos espacios virtuales de la configuración subjetiva, de la cotidianidad?

No hay respuesta que sea sencilla y, por el momento, no vale más que atreverse a declarar sospechas. Y lo que sospecho es que no imaginamos ya una vida sin estos espacios —como sí sin otros medios de comunicación que ya mutaron o están en peligro de extinción— porque son interactivos

 

Esta posibilidad de articularnos a nosotros mismos en estos territorios y, sobre todo, de articular a los demás nos otorga cierta agencia subjetiva, nos empodera y propone un espacio para legitimar nuestra forma de ser, vernos, pensar, escribir, hablar y de estar en general. 

Y esta posibilidad es verdadera. En primer lugar, porque la experimentamos como tal. Pero, también porque la agencia que tenemos en redes sociales es tangible. No es una “simulación” de libertad o de vida: es vida en sí y tiene lo mismo de “libre” que cualquier otro espacio. 

Así como en la tierra, en lo virtual tenemos la oportunidad de ejecutar un juego, cuyas reglas están determinadas en parte por las posibilidades técnicas y en parte por esos términos y condiciones. Afuera, lo técnico es la forma y posibilidades del espacio que habitamos y transitamos (literal: el espacio físico, pues) y los términos y condiciones son los códigos culturales y políticos a los que nos adscribimos.

Las redes son así de relevantes, porque ya son extensiones de nuestro espacio de vida. Y no hay que preocuparse: poco a poco se irán legislando y conquistando y diversificando y remonopolizando. 

 

Tal vez algún día sean, más explícitamente, territorio de guerra. Tal vez un día los gringos las liberen y los terroristas las bombardeen y los Estados las expropien y los políticos de derecha las revendan y los de izquierda les reclamen y los recursos nativos de ese espacio se agoten y los capitalistas exporten recursos del afuera para sostenerlas. 

Tal vez, eventualmente, se extingan. Y, como la vida en la tierra, nunca será tarde para cuestionarlas; la filosofía no se agotará en ellas nunca, porque los humanos no cansamos de entre-tenernos.

Por otro lado, así como se lucha por no caer en el fascismo en nuestro estar en el mundo (en la tierra), habrá que luchar por comportarse en el entorno digital con cierta congruencia.

Si las vamos a tratar como eso: extensiones de nuestro estar en la tierra, habrá que realmente observar el comportamiento de uno en esos sitios y dejar de adjudicarle la responsabilidad sobre nuestros actos a los Estados, a las plataformas, a los términos y condiciones. 

Sí: es cierto, las redes sociales son espacios privados y públicos a la vez. Forjan lo público según condiciones privadas, articuladas por instituciones privadas que cobran por sus servicios (todos pagamos por el uso, con dinero o con datos, pero pagamos) y podríamos, como consumidores, exigir “mejores redes sociales”. 

Y lo hacemos, a nuestra manera. Vamos transfiriendo nuestra moralidad y prioridades políticas a esos espacios. Miren ahora: Trump no tiene redes, está prohibido ver pezones de mujer y no se pueden promocionar campañas políticas; pero antes las redes eran una selva. 

Poco a poco el consumidor las va forjando para que se vuelvan más parecidas a otras regiones de la tierra; para “neutralizarlas”. No hay que desesperarse: van un poco lento, pero ya llegará el día en que se puedan ver desnudos femeninos otra vez, siempre y cuando sean consensuados. 

Pero no importa qué tan progresistas se vuelvan estos espacios, igual que en la tierra no hay excusa para no observarse a uno mismo y recalibrar el comportamiento siempre en el sentido de la ética que uno sostiene y energiza. 

¿Cómo podemos hacernos responsables?

Habría que empezar por asumir la posición que adoptamos en el espacio que, efectivamente, habitamos; sin distinción entre territorios virtuales o terrestres. Es importante comprender que todas nuestras acciones son una inversión de energía que sostienen, a la larga, un proyecto o forma de vida. ¿Qué proyecto es este? ¿Qué valores se asocian al mismo? ¿Qué definiciones? ¿Qué historia? ¿Qué proyecciones futuras?

Nuestro uso de las redes sociales digitales refuerza su existencia y no lo contrario y, al mismo tiempo, refuerza el proyecto que las respalda (el capitalismo, la globalización, tal vez, cada quién sabrá). Hay que enterarse de esto. Hay que asumirlo. Y, si no estamos de acuerdo, no hay que preocuparse: existen otros territorios. 

 

Por otro lado, ya inmersos en el espacio, aprovechando la agencia que nos otorga, no está de más proponerse generar y consumir contenidos sub-versivos, esto es: mensajes que alimenten todo el tiempo formas innovadoras de definir el mundo, de manera que no se estanque demasiado la mirada que las redes sociales digitales construyen en los sujetos que las utilizamos. 

En ese mismo sentido, sería valioso tratar de abrirle camino a sujetos con voces menos convencionales, permitiendo que resuenen en la geografía programada para estos territorios. 

Por otro lado, habrá que buscar poner atención en cómo uno cura contenido para sí mismo y para los demás. ¿Qué reitero? ¿Qué censuro? ¿Cómo guío la interpretación de los otros sobre un aspecto del mundo? ¿Por qué hago público algunos mensajes y objetos? ¿Qué oculto o excluyo? 

 

Cuando hablo de libertad de expresión: ¿en qué medida la práctica de mi propia “libertad de expresión” toma en consideración su efecto en los demás? ¿Cómo censuro a los otros cuando no estoy de acuerdo con ellos? ¿Lo hago en “privado”, bloqueando o limitando su aparición a lo largo de mi experiencia de uso? ¿Lo hago explícitamente, minimizando la potencia de su opinión con la mía? ¿Los “cancelo”?

Notemos esta necesidad de reforzar la moral a la que apelamos, sin auto-cuestionarnos. Notemos el deseo de desaparecer el lenguaje que nos parece peligroso y deleznable. Recordemos que la identificación produce placer. ¿Cómo construyo, entonces, identidad e identificación en estos espacios? ¿Cómo me hago sentir tranquilo en este panorama?

Así, ¿qué imagen de mí mismo dejo de hacer pública para no dañar lo que quiero que se sepa de mí? ¿Qué posturas, señas, vestimenta, entre otras, mantienen activo lo que me parece aceptable o bello o conveniente? ¿Cuáles lo descomponen? ¿Qué imagen de mí mismo me provoca placer? ¿Qué imagen de mí mismo me provoca desagrado?

No olvidemos que las redes sociales digitales son aparatos estéticos

Como diría el investigador Terry Eagleton, filtran la forma en que el mundo choca contra el cuerpo y nos hacen sentir de formas específicas. Y nosotros contribuimos a esta experiencia, haciéndonos sentir a nosotros mismos y, claro, estetizando a los demás. 

¿Percibo el algoritmo que rige tu experiencia de uso? ¿Cómo incido en él? ¿Lo reto? ¿Lo venero? ¿Trato de encontrarte con voces que me ponen en cuestión o hago lo posible por nunca desestabilizar mi postura? 

Y, sobre los demás: ¿a qué sujetos recurro como ejemplo para reforzar una argumentación o narración? No importa si los trato “en positivo” (potenciándolos) o “en negativo” (cancelándolos), si sirven para edificar un estado de las cosas que me place, los estoy explotando. ¿Lo habías pensado?

Como en la tierra, nuestros cielos e infiernos virtuales, están poblados por el ruido de millones de existencias que se actualizan infinitamente. El cómo acreditamos o desacreditamos estas posibilidades importa. Lo que sucede en redes sociales es responsabilidad mía. Y, poco a poco, comenzaré a notar que el silencio pide ser escuchado.