Entre occidentales —y acá nos referimos a Occidente como una región cultural, más que como un territorio en algún mapa— es muy clara la diferencia entre un bosque o una selva y un jardín; casi tan clara como la disparidad entre orden y caos.
El jardín es un espacio evidentemente delimitado, que extiende su dominio valiéndose de ciertos recursos cosméticos: una cerca, tal vez; hileras y columnas de plantas similares; arbustos podados imitando principios geométricos, y, por supuesto, el pasto que la hace de lienzo.
El bosque, la selva y esos otros entornos —incluidos los espontáneos parches salvajes que de pronto aparecen en los huecos descuidados de las ciudades— se diferencian de los jardines, precisamente porque nadie ha aplicado sobre ellos estos recursos “embellecedores” o, mejor dicho, organizadores; pues es claro para cualquier occidental que las selvas, los bosques y casi todo ambiente vegetal, puede ser bello a pesar de ser salvaje.
De hecho, estos entornos salvajes —que se articulan en los márgenes de lo urbano y que atraviesan lo rural— nos provocan una dulce extrañeza, casi nostálgica e inspiran la pueril sospecha de que nosotros somos muy pequeños y el mundo, muy grande. Los bosques y las selvas y las jardineras desorganizadas son muy sexys y cuando son organizadas, transformadas en otra cosa o pasadas por la mano artificiosa del urbanista, del arquitecto, del agricultor o el minero, nos da tristeza.
Por otro lado, nos damos el lujo de distanciarnos de estos espacios. Nuestras casas gestionan una barrera física y simbólica que nos permite habitarlos sin exponernos a ellos. Y así, hablamos con soltura de la “naturaleza”, esta entidad abstracta, completamente desligada de lo que somos: otro cuerpo, uno distinto al nuestro, un territorio que pisamos o que nos atrapa.
Y, aunque aceptamos que la “naturaleza” responde a ciertas reglas o leyes internas que nosotros no siempre podemos interpretar; nos sigue pareciendo milagroso o, por lo menos, muy sorprendente, cuando los entornos vegetales “naturales” parecen ordenados, o contienen ejemplos de simetría, geometría o repetición. “La naturaleza es perfecta” decimos o “las matemáticas están en todos lados”.
Y esto no es necesariamente falso, pero tampoco evidentemente cierto; por otro lado, cuando decimos cosas así, no notamos el aire pomposo que nos acompaña, pues la “naturaleza” solo nos parece perfecta cuando se parece a nosotros; a nuestros principios de orden. Nos parece un milagro encontrarnos con un “jardín natural” hecho por nadie; como si fuera sorprendente la capacidad de la “naturaleza” de ser lo que nosotros queremos que sea, sin que tengamos que intervenir en ella.
El principio de organicidad siempre está presente, solo que no lo vemos

Por otro lado, hay que saberlo, las cosas siempre están organizadas. Esto es: los elementos que las componen gestionan relaciones entre sí que permiten la existencia del todo, sin importar cuál sea la forma de este o si nos parece estéticamente placentero.
Para ser más claros: siempre existe un principio de organicidad, pero si no lo vemos, es porque no lo atendemos, porque no dedicamos el cuidado suficiente a detectarlo o a interpretarlo o porque nuestra organización interna es estrecha en el sentido de que no nos permite entender otras formas de organizarse. Lo cosmético, hemos olvidado, es la técnica con la que se ordena el mundo y esa técnica no siempre busca hacer que las cosas sean bellas (placenteras, regulares, familiares).

Los ambientes vegetales en territorios no regulados por humanos no están buscando complacernos; y si nos parecen bellos es porque en ellos encontramos el reflejo de nuestro principio cosmético interno. Y cuando nos parecen feos u hostiles, es porque nuestra configuración no nos permite navegar esa particular forma de organizarse.
Así, los jardines son una ingeniosa forma de conquistar los espacios; de aplicar en los ecosistemas nuestra ley. Pensemos en los enormes jardines del palacio de Versailles en Francia que fungían como símbolo del orden y la clase. O recordemos los jardines botánicos de Moctezuma que también fueron símbolo de poderío y conocimiento: se dice que el tlatoani mandaba a traer las plantas más raras de territorios cercanos y lejanos para coleccionarlas y aprender sobre ellas.
Pensemos en los jardines públicos o los parques, que atraviesan aquello que antes fue una región vegetal con concreto y árboles y plantas (no siempre nativos) organizados a la medida de la ciudad. El jardín es la más bella heterotopía: ese espacio-otro que simultáneamente refleja y cuestiona el exterior, sin desarticular nada. El jardín es el máximo espacio humano: un sitio perfectamente organizado, pero poblado por esta alteridad que llamamos naturaleza.
La posibilidad de un jardín punk

Buscando cómo desarticular los principios cosméticos del jardín, encontramos la entrañable propuesta de Eric Lenoir, un paisajista y jardinero francés que en 2018 publicó el “Pequeño tratado del jardín punk”. Su idea es que permitiendo que tu jardín crezca sin tanta presión y convenciones estimulas la biodiversidad y aprovechas mejor recursos clave como el agua.
De alguna manera, permitir que el principio organizador de las plantas que componen tu jardín se sobreponga al tuyo, mejorará la calidad de vida de todos los involucrados; especialmente porque las flores silvestres que crecen en los jardines des-cuidados, atraen insectos, polinizadores y toda otra gama de vidas que terminan por integrarse a estos pequeños ecosistemas domésticos.
La propuesta definitivamente desafía los principios más clásicos de jardinería y en un nivel tal vez menos frívolo, también transgrede la institución cosmética que respalda el acto de colonizar los espacios con cercas, hileras, columnas, arbustos podados imitando cómicas figuras y pastos recién cortados.
Por otro lado, Lenoir supone que un jardín punk puede estar en prácticamente cualquier sitio, desactivando la exclusividad de los espacios verdes, sobre todo en las ciudades que tienen grandes periferias. El jardín punk, además, recupera plantas nativas y usa cualquier cacharro o espacio vacío para dejarlas crecer. Se trata de un “jardín insolente” y para llevarlo a cabo solo debes dejar que suceda.
Pero, si lo hicieras, ¿cómo vas a diferenciar, entonces, entre lo salvaje y lo articulado? ¿Entre el caos y el orden? ¿Lo feo y lo bello? Puedes empezar por ampliar tus principios cosméticos, tus técnicas para organizar el mundo. Aunque debes aceptar que lo sabido —lo ya probado—, la evidencia del mundo que resguardas en tu memoria, siempre estará coloreando tu mirada (como diría Mieke Bal); no importa qué tanto te alejes de tus regiones culturales, siempre verás el mundo con el conocimiento que llevas contigo. Pero aún así puedes hacer un esfuerzo por encontrar-te entre lo salvaje y lo feo; entre lo que te extraña o te provoca nostalgia; entre el bosque y la selva, y, tal vez así, cambiar un poco tu vida y sus posibilidades.